Today's Reading: Mejor, la verdad
I don’t know what made me cry when I read this brief account by Heberto Castillo some years ago. Perhaps I saw in him — a young, talented, penniless, just-married, idealistic civil engineer — my father, perhaps I saw myself in his unabashed naiveté.
Here’s my hand-typed transcription of the story, which appeared in his 1988 book Si Te Agarran Te Van a Matar:
Mejor, La Verdad
El cascarón del centro asturiano era una obra maestra. Así lo sentía yo. Había trabajado duramente en su diseño tres meses. Los cálculos habían sido fatigosos, a veces angustiosos. Las nervaduras diagonales eran arcos parabólicos de 66 metros. La estructura consistía en dos paraboloides hiperbólicos que se interceptaban. Las cuatro patas estaban en las esquinas de un rectángulo de 59 por 30 metros. El espesor de la cáscara era de 6 centímetros. Parecía una hoja de papel, visto de lejos.
Ingenieros y arquitectos del país y extranjeros iban a visitar la obra. Era la más grande cáscara construida hasta la fecha en el mundo. Sería el salón principal del Centro Asturiano de México. El logotipo futuro del Club sería un dibujo de la cáscara, visto de perfil. Todo mundo admiraba la obra allá por Tlalpan.
Los constructores habían sido varios. Una empresa colocó los tensores en la cimentación, formando una especie de ring de boxeo. De esos cables de alta resistencia dependía la estabilidad de la estructura. Otra compañía había construido la cáscara. La obra falsa de ésta había sido toda una obra de arte de carpíntería. La cimbra de madera estaba formada por duelas que constituían una superficie de las que se llaman regladas, esto es, una superficie curva, alabeada, que se traza haciendo desplazar en el espacio una línea recta. Eran dos paraboloides hiperbólicos.
Los contratistas expertos en este tipo de estructuras estaban molestos. No aceptaban que un ingeniero novél empezara a diseñar este tipo de cubiertas comenzando con la más grande de todas. Había apuestas pronosticando lo que pasaría al decimbrarlo. — Se caerá sin remedio. — Explotará casi instantáneamente, decía otro. Pero nada pasó al retirar la obra falsa. La estructura quedó ahí, majestuosa, imponente, como una paloma gigantesca en pleno vuelo.
El director de la obra era un arquitecto. Los constructores ingenieros. Yo, ingeniero calculista. La paga es inversamente proporcional, a la responsabilidad profesional. El contratista es el que más gana, el calculista el que menos. Siempre así. Era el último año de los 50s.
Cuando no se sabía el resultado de mis cálculos, todos me atribuían la responsbilidad de la criatura. Cuando estuvo terminada y pensaron que ya nada ocurriría, los directores de la obra y los arquitectos que habían colaborado en el proyecto, la hicieron suya. Pasé a ocupar un lugar secundario. Llegó una delegación de arquitectos europeos que subieron incluso a la cubierta. Escuchaba los elogios marginado. Ni siquiera me presentaron. Se tomaban fotografías, películas. Serían publicadas en las revistas especializadas.
De pronto fui avisado de que habían aparecido grietas en una de las cuatro patas de la estructura. Acudí presuroso y entendí el problema. Estaba fallando un tensor. Bajé a la cimentación mediante el registro que se había dejado y observé roto el soporte de concreto de una de las cabezas de los tensores. Alguien había cincelado esa parte. Salí a buscar un gato hidráulico para tensar de nuevo el cable. Los contratistas que habían colocado esas piezas se habían llevado la maquinaria. Di instrucciones de que no se usara la estructura y salí presuroso a buscar un gato. Pasé a casa a buscar algunos datos para localizar esa herramienta y allí recibí la noticia. El ala mayor norte se había caído completamente. Quedaban en pie las otras tres. No hubo lastimados.
Era mi ruina. Ganaba en la Facultad de Ingeniería, apenas para subsistir dando 32 horas de clases a la semana. Había cobrado 17 mil pesos por el cálculo que compartí entre mis colaboradores. Rehacer la cubierta significaba de menos, un gasto de 450 mil pesos. Yo ganaba entonces en la UNAM dos mil pesos mensuales, tenía cuatro hijos pequeñitos, el mayor de cinco años y la menor de uno. Mi capital lo consituían un Volkswagen a medio pagar y algunos libros. Nada más.
Se armó la grande. Todos los apostadores en mí contra querían cobrar. El desprestigio tenía que ser grande.
Los directivos del Centro Asturiano exigieron una reunión. Estaban llenos de indignación. Opiné que la cubierta debería ser derruida por completo. Exigí. No podía ser reparada. Yo no tendría confianza. Alguien propuso ponerle más apoyos. Rechacé. la solución. Iba contra la estética más que contra la estática. Y hubo la reunión.
En una mesa grande nos sentamos todos. Había alrededor de 20 personas en esa sala de juntas. En el mismo terreno donde se contruía el cascarón. El salón era inmenso. A mi me sentaron al centro, frente a los directivos. Carúz era el presidente.
Empezaron las explicaciones. Habló el director de la obra. — Aunque soy el director y por consiguiente el responsable ante las autoridades del Distrito Federal ustedes saben que contraté los servicios de un estructurista, el ingeniero Heberto Castillo, y que en el contrato se hace responsable de la estructura. Quiero manifestar que me consta la profesionalidad, el celo científico con el cual Heberto calculó la estructura y la dedicación que puso en la supervisión de la misma. Pero debe estar claro para ustedes que yo no soy el responsable de esta desgracia. Tocó el turno del constructor. — La capacidad como estructurista de Heberto está fuera de toda duda para nosotros. Ha hecho un trabajo de cálculo cuidadoso. La supervisión fue muy responsable. Varias veces estuvo en la obra 24 horas seguidas. No sabemos lo que habrá fallado. Nosotros hicimos estrictamente lo que Heberto indicó. Ejecutamos al pie de la letra sus instrucciones. No es nuestra responsabilidad. Lamentamos lo que pasó porque fuimos los constructores, porque sabemos los perjuicios que esto causa al Centro Austuriano y porque estimamos mucho al ingeniero Castillo, que fue nuestro maestro en la escuela. Yo observaba a los directivos del CA. Echaban lumbre por los ojos. Cada palabra de los que negaban su responsabilidad los encendía más. Yo reflexionaba. No habían siquiera charlado conmigo antes de la reunión quienes habían sido mis compañeros en la aventura, porque aventura había sido ponerse a calcular y construir esa cáscara. En esos tiempos no había las computadoras electrónicas de ahora, que vuelven casi cosa de juego el diseño de estas estructuras. Reflexionaba y concluía que la cáscara había fallado porque dependía sólo de dos piezas claves: los tensores que salían de las patas uniéndolas entre sí. No volvería a hacer una cosa de ese tipo. Eso si podía volver a calcular. Asumir la responsabilidad implicaba volverme esclavo de los directivos del CA. Era imposible para mi reunir tal cantidad de dinero. Los bancos sólo prestan al que tiene con qué pagar. Mis pertenencias eran nulas. ¿Podría ir a la cárcel? No lo sabía. No había tenido tiempo de consultar con un abogado. Todos llevaba abogado. Menos yo. El que representaba al CA estaba frente de mí, al lado de Carúz. Por andar en esos pensamientos casi no oí las palabras del responsable de la cimentación, de los tensores, era doctor de ingeniería. Dijo lo mismo casi: ellos sólo habían colocado los tensores que yo había pedido. No tenían responsabilidad. Yo supe un par de horas antes de la reunión, por boca del propio trabajador encargado de ajustar los tensores que lo había hecho él, sin que le supervisara nadie el trabajo. Encontró, me dijo, inclinada la base donde debía asentarse la placa de la cabeza de los tensores y con un cincel la había “rebajado” para que quedara bien. Fracturó así el concreto que más necesitaba estar firme. Y el tensor cedió dos centímetros causando la falla. Pero en mis adentros entendí que la culpa era mía. Por confiar en otros la supervisión de una parte de la estructura que de fallar, haría ceder al resto, el total. Estaba triste, muy triste, por la caída del cascarón pero más por la actitud de todos los que habían participado en la obra. Reconocían mi preparación, mi capacidad, pero nadie se solidarizaba conmigo, para nada. Ninguno de ellos tenía responsabilidad. Seguramente sus abogados les habían aconsejado declarar así. El de Carúz, de vez en cuando me echaba una mirada escrutadora. Cuando terminaron de hablar, Carúz, casi burlón, me dijo: — ¿Y que tiene que explicarnos ahora el eminente ingeniero Castillo? ¿Con qué excusa nos va a salir él? — Señores, dije tratando de aparentar la mayor serenidad posible. Ustedes han escuchado ya muchas razones técnicas, contractuales, de la manera en que fue hecha esta estructura. Yo tengo poco que decir aunque podría contarles aquí por ejemplo que la fluencia plástica del hormigón empleado no concidió con la fluencia elástica del acero importado que debe emplearse en los tensores y otras tonterías por el estilo. Pero después de escuchar a quienes construyeron el cascarón, no tengo otra cosa que decirles que ustedes firmaron un contrato para el cálculo de la estructura con alguien que aspira a ser algo más que ingeniero, que aspira a ser hombre. Estoy a sus órdenes, soy el único responsable de la estructura. Ustedes me dirán como debo pagarles.
La reacción fue sorprendente, el abogado de Carúz se dirigió a sus representados y les dijo: Permitan que me retire. Nada tengo que hacer frente a un hombre como el ingeniero Castillo. Sólo decirle que me honra conocerle. Carúz encaró entonces al director de la obra diciéndole: — debería darle verguüenza estar sentado junto al ingeniero, Otro socio con acento español inconfundible propuso — Este hombre no debe pagar nada, rediez. Propongo que nosotros rehagamos la estructura, que cada quien aporte lo que pueda. Entre todos, vamos. Los constructores de la superestructura ofrecieron entonces trabajar sin percibir utilidades. Todo mundo empezó a discutir. Yo estaba atónito. Un hombre de edad se me acercó y me dijo: — Yo vine a México a hacer la América, de alpargatas. Pero quiero decirle, ingeniero, que no sé cuánto hubiera dado yo por tener un hijo como uted. Alguién más propuso — Vamos al Centro de Puebla para brindar con este hombre. Venga, me dijo uno que vio que rodaban lágrimas por mis mejillas. Vamos a brindar. No se apene. llore, que los hombres como usted son los que saben llorar.
Acabamos tomando champaña en el Centro Asturiano de Puebla. Era la fiesta de la verdad. Para mí, al menos. Todos brindaron. Los asturianos, los constructores, el director de la obra y yo. Carúz estaba eufórico. Yo también.
Entendí entonces, antes de empezar mi vida política, que decir la verdad es mejor siempre.
Nunca me ha hecho daño. Al espíritu al menos.